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lunes, 26 de julio de 2010

Viejas mansiones, juguetes rotos.

Descansaba dormitando con aquel viejo libro en el regazo. El lejano y familiar reloj comenzó a sonar. Lenta y pesadamente. Ya era medianoche y la luz de la luna luchaba por entrar a través de las cortinas a la sala llena de polvo, pero éstas no la dejaban llegar hasta el hombre del sillón, que empezaba a abrir los ojos. Cuando al fin lo hizo, le llevó un tiempo darse cuenta de dónde estaba. El reloj dejó de sonar y recordó lo que debía hacer.

Estaba tan cansado.

Se levantó del viejo sillón y caminó dos pasos que le parecieron doscientos. Dejó el libro que nunca acababa encima de la mesita. Ésta respondió quejándose con un sonido agudo y desagradable. En aquella casa nada le daba las gracias, hasta aquella mesa parecía estar sufriendo. Pero nadie más que él.

Cada día que le sobrevivía le pesaba toneladas. Nunca sabía si iba a aguantar otro amanecer, si iba a poder seguir luchando en aquel infierno. Su pasado se cobraba cada instante.

Se quedó quieto un instante, y miró hacia arriba, hacia los lados. Como hacía cada día para no olvidar donde estaba. Miró a su alrededor despacio, sin prisa, viendo de nuevo la habitación en aquella penumbra permanente. Estaba igual a como la recordaba, tal vez más oscura y polvorienta, pero exacta a como había sido.

Tenía frío. Dio un débil paso tras otro y extendió las manos hacia un fuego inexistente al alcanzar la enorme chimenea. Aún conservaba algunas cenizas en el suelo, pero hacía tiempo que había dejado de encenderla. Se giró lentamente y volvió a emprender la marcha, hasta el pasillo de la vieja mansión. Recorrió cada centímetro, echando de vez en cuando una mirada a la izquierda o a la derecha, recordando al verlas las muchas habitaciones olvidadas de aquel lugar que algún día fueron testigos de otras vidas, y otros tiempos sin duda más felices.

Llegó al final del pasillo, empujó con suavidad una puerta que crujía y entró a la cocina. Parecía el único lugar de la casa en el que se adivinaba alguna actividad; sobre la gran mesa descansaban varias bandejas con restos de comida, el frigorífico sonaba con un incesante murmullo y por toda la estancia se dejaban ver paquetes y tarros con alimentos. El hombre se dirigió a la mesa y cogió una de las bandejas que menos porquería tenía. En ella colocó dos galletas de maíz y media manzana que había sobrado del día anterior. Con cuidado, para no tirar la comida, volvió a salir de la cocina.

Recorrió de nuevo la mitad del pasillo y bajó despacio las escaleras hasta la planta inferior.

La luz de la luna había conseguido adueñarse del salón. Los muebles, aunque viejos e inmóviles parecían respirar al ser bañados por la luna, que atravesaba los cristales y transformaba la angustia en plata. Pasó junto a sillones y mesillas, levantando a cada paso una fina nube de polvo de la vieja alfombra. Llegó a la puerta, al final de la sala, que le miraba con voracidad ansiando engullirle de nuevo. Y el corazón se le paró por un instante cuando sintió el gélido picaporte plateado. Lo agarró sin fuerzas y abrió la puerta.

La habitación le esperaba disfrazada de biblioteca.

Su mirada se movió involuntariamente hacia la enorme butaca que le daba la espalda. Caminó lentamente hasta colocarse junto a ella. Sus sentidos se posaron en la vieja manta y lo que ésta cubría. Aquel cuerpo frágil, esos brazos raquíticos. Aquellos ojos cerrados que descansaban sobre un rostro decrépito y usado. Cualquiera habría dicho que bajo aquella manta descansaban los restos de un cadáver. Pero su débil respiración dejaba ver que estaba vivo.

Las manos le temblaban bajo la bandeja de plata. Mientras sus ojos luchaban por contener las lágrimas, su mano rozó la manta y el hombro consumido del hombre que yacía en la butaca. Apenas tocarle ya había despertado. Aunque tal vez ni estuviera dormido.

Intentó sujetar con fuerza la bandeja, contener los escalofríos, los temblores, mientras miraba como aquel individuo giraba despacio la cabeza, apenas sin hacer ruido.

Ahogó un lamento cuando esos ojos se clavaron en su alma y le miraron de nuevo, al recordarlos como de verdad fueron; brillantes, repletos de vida, francos, eternos.

Cómplices.

Ahora sólo le miraban sin ver, tras una fina y blanca capa que los cubría por completo.

El hombre de la butaca respiró sonoramente, alzó unas débiles manos en el aire, tanteándolo. Hasta que sus dedos toparon con la bandeja, y recorrieron brazo, hombro y cuello hasta un rostro que hacía treinta años no veía. Le acarició suavemente con una mano asustada. Y una sonrisa moribunda y torpe se dibujó en sus labios.

Un frío gélido recorrió la habitación, inundando dos almas corrompidas cuando el ciego pronunció estas palabras:

–Gracias, hermano.

Cogió tembloroso la bandeja y comenzó a mordisquear la media manzana, a una luz de luna que era incapaz de ver pero sentía.

El hombre se quedó de pie, observando. Asintió lentamente y se desplazó hasta una estantería, mientras escuchaba a su hermano respirar quedamente entre mordiscos. De entre todos los libros, aquel día escogió Un Mundo Feliz.

Colocó el libro en su bolsillo. Una lágrima le ganó esa noche, resbalaba silenciosa por su mejilla. Al bajar la mirada atisbó a través de la pequeña ventana dos figuras borrosas bajo la luz naranja y pálida de una farola.



Al otro lado de la calle, junto a una farola que apenas alumbraba, un hombre caminaba de la mano de su hija. Volvían a casa como tantas otras noches, aunque tal vez ese día era algo más tarde que de costumbre, pues ya pasaba de la medianoche. La niña, como siempre, miró curiosa hacia aquella enorme mansión que tanto la fascinaba. Levantó la cabeza, mirando a su padre.

–Papá, ¿quién vive ahí?

El hombre dirigió su mirada a la casa. Sabía quién vivía en ella, su historia perturbaba al vecindario desde hacía varios años. Las historias sobre aquella familia, y sobre los dos hermanos que nadie había visto desde hacía más de veinte años, y los rumores sobre los sucesos que allí acontecieron. Una historia demasiado horrible para una niña.

La muchacha le tiró por tercera vez de la manga con impaciencia. Él al fin contestó:

–Nadie, cariño. Es solo una casa llena de juguetes rotos.

1 comentario:

  1. Aaaay, sigue esta historia por favooooooor!! me encanta, no la había leído...

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