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domingo, 26 de junio de 2011

Guárdala, es tuya.


"Quiero encontrarte recordando lo que nunca hemos tenido. Quiero volverte a ver y que me digas que todo irá bien, que ha merecido la pena soñarte":




De él decían que tenía a la inspiración atrapada en una enorme jaula que abarcaba su existencia. Y la inspiración trataba de escapar de él, porque de todos es sabido que no puede permanecer encerrada. Pero era inútil, pues el jamás la dejaría marchar. La inspiración solo podía resignarse y regresar a su sitio. Tocaba y cantaba para él cada noche. Y si estaba de mal humor la hacía bailar durante horas. Y ella desplegaba sus alas hacia él, y así se le ocurrían las historias más fascinantes, relatos extraordinarios. Cosas que jamás habría podido escribir si no estuviese con ella. Pues es muy diferente hacer algo con inspiración que sin ella. La diferencia es abismal. Sin ella estás muerto, no vives, no creas y no crees en ti mismo. No eres capaz de soñar porque todo lo que vives estará vacío, muerto. Te darás cuenta. La necesitas. La necesitamos. Si un día la consigues, será sólo porque ella así lo quiere.




viernes, 27 de mayo de 2011

¿Que qué?


–¿Y cómo te llamas? –Le pregunté

–No sé –contestó casi de inmediato–. Bueno, si que lo sé, pero cuando llego aquí lo olvido. Es bastante extraño, porque puedo recordar todo lo demás.

–¿Cuándo llegas aquí? ¿De dónde?

No sé si quería saber la respuesta a aquello.

–Bueno, del sitio de donde vengo. Es raro contártelo a ti, pero la verdad es que eres lo más real de por aquí. En realidad, eres lo más real que he soñado nunca –sonríó satisfecho–. Enhorabuena.

¿Qué? A mi nadie me dice que me sueña y me da la enhorabuena, solo faltaba eso. Y más si es un personaje creado por mi subconsciente. No pude evitar reírme de todo aquello.

–Déjame decirte que eres bastante creído para ser irreal –le dije mirando a otro lado.

Soltó un bufido.

–Puedes bufar si quieres, vas a desaparecer en cuanto despierte.

–¿Qué qué? ¿Qué yo irreal? ¿Qué? –hizo una pausa, se había atragantado con aquel “qué“–. ¿Desaparecer, dices? –bufó otra vez, de forma bastante exagerada–. Por favor. No digas idioteces, mujercilla que no debería tener ideas propias. Aunque ahora que lo pienso, si te he creado yo, no me sorprende que seas tan perspicaz y quisquillosa.

Y lo peor era que parecía estar hablando en serio.

–Estás diciendo que me estás soñando.

Asintió lentamente.

–Tú. A mí.

Volvió a asentir.

–Lo vas pillando, preciosa. Yo a ti, sí. Eres mi sueño. –Se quedó callado un momento–. Bueno, mi sueño no, eres parte de mi sueño. Eso.

Me quedé callada un instante. El seguia a lo suyo, parecía contento por habérmelo podido explicar y que yo lo entendiera.

–Ya.

Me volví a quedar callada. Aquello no era normal. Podía ser mi sueño, aunque he de decir que jamás me había pasado algo así. Era demasiado extraño y aun así el seguía diciendo que era el soñador y no el soñado. Pero no era así. Estaba convencida de que aquel era mi sueño.


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Pues todavía no es Navidad. Yo debería estar durmiendo.

lunes, 23 de mayo de 2011

el eterno retorno

Y ahora, el infierno sufría de sobreexplotación. Las cosas no habían cambiado mucho desde que se acabó el mundo. ¿Yo? Yo ese día, desconecté el teléfono y me leí un libro. Ya tendría tiempo de arrepentirme aquí abajo.
Pero parecía que no había tiempo ni para eso. El barquero nos cruzaba al otro lado de cinco en cinco, y descansaba la mayor parte del día. La otra parte la pasaba riéndose de nosotros. Algunos ya habían empezado a hacer causa común para robarle la barca en un descuido. O “Cogerla prestada”. Me pareció distinguir entre ellos a Carl, mi compañero de la universidad.
Ya no estamos vivos, pero nada parece haber cambiado. Seguimos aquí. ¿Yo? El día del fin del infierno, probablemente, me leería un libro.

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Sé, sé que aún no es Navidad, ¿y qué?
Pronostico que mi próxima entrada (viendo la tendencia) será por esas fechas. Sólo adelanto un poco las cosas. QUIERO MI REGALO.

sábado, 21 de mayo de 2011

las horas. .


Deja que te cuente una historia, solo escucha.
Trata de una chica. O un chico. Trata de la vida, o de lo que hay más allá, o debajo de ella. Trata de lo que no se ve, de lo que pasa cada día, de la eternidad, de los instantes. Trata de todo lo que encuentras, y lo que vas perdiendo. Porque nada es para siempre, tú lo sabes. Trata, tal vez, de una noche, o de un atardecer; de un encuentro… ¿te acuerdas? Igual trata de lo que jamás has visto, de lo que anhelas. De los momentos que prefieres dejar enterrados, y de los que nunca te has atrevido a soñar. De las veces que has debido quedarte callado, o haber gritado. De los momentos que han pasado sin que apenas te dieses cuenta.
Pero, sobre todo, esta historia trata de personas, de lo que sienten, a lo que aspiran. De lo que van soñando y de lo que crean. Trata de los duelos, las batallas. Las victorias, que siempre parecen escasas. También trata de unas cuantas derrotas, y de todo lo que se aprende de ellas.
De las ranas que se transforman en príncipes y princesas. De transformaciones. De las mañanas, de las cenas. De miles de abrazos, de esperas.
De tantas cosas. De tanto dolor que no creerías lo que estás leyendo, tanta angustia, tanto miedo, que pensarás que es pura ficción. Y de tanta, tanta alegría que podrías sorprenderte llorando y riendo al mismo tiempo. Y todo será cierto, todo realidad y todo ensueño, como si lo estuvieras viendo todo a través de una nube de humo.
Una historia que merece ser contada, o merece ser leída. Trata de tu vida… y por eso, mejor, no te la cuento.

domingo, 1 de agosto de 2010

Alicia

Me encontré a mi misma en el país de las maravillas. Estaba rodeada de una luz tenue y gris, había flores, muchas flores. Y setas demasiado grandes para ser normales. Mientras me veía caminar por un extraño bosque advertí que nos seguían. Yo lo advertí, pero ella no. Sabía que no me oiría, pero aun así se lo susurré.

Y ella se dio la vuelta, y le vio. Un conejo blanco se había parado en seco. Si los conejos pudieran estar sorprendidos, él lo estaba. Miraba a la niña con cara de incredulidad.

La niña del vestido azul se dio la vuelta. “Es solo un conejo”, pensó. Miro su enorme reloj de pulsera y reprimió un grito. No tenía tiempo para conejos, porque estaba llegando tarde. La esperaban. Llegaba muy tarde.

Y siguió caminando. Casi corría. En cuanto se puso en marcha el conejo hizo lo mismo, tras ella. La vio mirar de nuevo el reloj, y la oyó murmurar algo que sonó a “llego tardísimo”. Aquel animalillo se preguntaba a dónde estaría llegando tan tarde. ¿Qué era tan importante?

La chica siguió avanzando, hasta que encontró lo que sabía que la esperaba. El tocón de un viejo árbol. Corrió hacia él, miró su reloj. Llegaba tarde. Y saltó.

Lo último que vio el conejo que la seguía fue un pliegue de vestido azul que desaparecía extrañamente en aquel viejo tocón. Al acercarse no encontraba por ningún sitio el lugar por donde había desaparecido la chiquilla. Aunque… ¿Qué es eso? Si, parecía una abertura. Entre el tocón y el suelo había un agujero… ¿por ahí se había ido la niña? Se asomó un poco más, con la naricilla apuntando a la oscuridad del hueco. Pero no había donde agarrarse como es debido, y una de sus patas resbaló con la tierra… Y en un segundo se encontraba cayendo en un abismo sin fin. ¿Por aquí había bajado aquella chiquilla con prisa? Él lo dudaba.

Y mientras dudaba, seguía cayendo. Y mientras caía, infinidad de objetos pasaban rozándole peligrosamente las orejas. Pero, si él caía, ¿Qué hacían los objetos que le pasaban? ¿Caer… hacia arriba? Eso no era nada normal. Y miró hacia arriba al tiempo que un enorme piano pasaba junto a él tocando una hermosa melodía. Allá arriba aún se veía el día, el bosque. Aquello no era normal. Miró hacia abajo, se movió, pero todo lo que hacía era bastante inútil. Sólo caía.

Nunca supo cuanto tiempo estuvo cayendo. Si hubiera tenido un reloj, como aquella niña, tal vez podría haberlo contado. Pero él no tenía ningún reloj. ¿A dónde iba a ir un conejo con un reloj? Seguro que era demasiado grande y pesado para que él lo pudiera llevar. Así que solo siguió cayendo un rato más, y otro. Y otro. Y cuando empezaba a pensar que estaría toda su corta vida de conejo cayendo, el suelo apareció, como si siempre hubiera estado allí. Y al fin dejó de caer.




.........

Bueno, supongo que todos conocemos más o menos la historia de Alicia en el país de las maravillas. Por las películas o los libros. Prefiero que las conozcáis por los libros, porque son geniales : )
Esto se me ocurrió un día. Supongo que tiene continuación.. de hecho, prácticamente todo lo que escribo tiene continuación, pero nunca me pongo a ello. Tal vez consigo que si alguien lo lee imagine un final. Y si lo leen varias personas ya tendremos varios finales. No me gusta que las cosas acaben solo de una manera, pero muchas veces no puede ser de otra forma.

Lazzy Lasagna.

martes, 27 de julio de 2010

02 - Niisha



Creo que todo lo que en su momento tenía prevsto hacer en este blog lo he olvidado. Lo siento, mis innumerables lectores, ¡sé que queréis más! ¿Habéis oído decir que lo bueno se hace esperar? ... ¿no? Nah, esto no es demasiado bueno.

Cambio.

lunes, 26 de julio de 2010

Viejas mansiones, juguetes rotos.

Descansaba dormitando con aquel viejo libro en el regazo. El lejano y familiar reloj comenzó a sonar. Lenta y pesadamente. Ya era medianoche y la luz de la luna luchaba por entrar a través de las cortinas a la sala llena de polvo, pero éstas no la dejaban llegar hasta el hombre del sillón, que empezaba a abrir los ojos. Cuando al fin lo hizo, le llevó un tiempo darse cuenta de dónde estaba. El reloj dejó de sonar y recordó lo que debía hacer.

Estaba tan cansado.

Se levantó del viejo sillón y caminó dos pasos que le parecieron doscientos. Dejó el libro que nunca acababa encima de la mesita. Ésta respondió quejándose con un sonido agudo y desagradable. En aquella casa nada le daba las gracias, hasta aquella mesa parecía estar sufriendo. Pero nadie más que él.

Cada día que le sobrevivía le pesaba toneladas. Nunca sabía si iba a aguantar otro amanecer, si iba a poder seguir luchando en aquel infierno. Su pasado se cobraba cada instante.

Se quedó quieto un instante, y miró hacia arriba, hacia los lados. Como hacía cada día para no olvidar donde estaba. Miró a su alrededor despacio, sin prisa, viendo de nuevo la habitación en aquella penumbra permanente. Estaba igual a como la recordaba, tal vez más oscura y polvorienta, pero exacta a como había sido.

Tenía frío. Dio un débil paso tras otro y extendió las manos hacia un fuego inexistente al alcanzar la enorme chimenea. Aún conservaba algunas cenizas en el suelo, pero hacía tiempo que había dejado de encenderla. Se giró lentamente y volvió a emprender la marcha, hasta el pasillo de la vieja mansión. Recorrió cada centímetro, echando de vez en cuando una mirada a la izquierda o a la derecha, recordando al verlas las muchas habitaciones olvidadas de aquel lugar que algún día fueron testigos de otras vidas, y otros tiempos sin duda más felices.

Llegó al final del pasillo, empujó con suavidad una puerta que crujía y entró a la cocina. Parecía el único lugar de la casa en el que se adivinaba alguna actividad; sobre la gran mesa descansaban varias bandejas con restos de comida, el frigorífico sonaba con un incesante murmullo y por toda la estancia se dejaban ver paquetes y tarros con alimentos. El hombre se dirigió a la mesa y cogió una de las bandejas que menos porquería tenía. En ella colocó dos galletas de maíz y media manzana que había sobrado del día anterior. Con cuidado, para no tirar la comida, volvió a salir de la cocina.

Recorrió de nuevo la mitad del pasillo y bajó despacio las escaleras hasta la planta inferior.

La luz de la luna había conseguido adueñarse del salón. Los muebles, aunque viejos e inmóviles parecían respirar al ser bañados por la luna, que atravesaba los cristales y transformaba la angustia en plata. Pasó junto a sillones y mesillas, levantando a cada paso una fina nube de polvo de la vieja alfombra. Llegó a la puerta, al final de la sala, que le miraba con voracidad ansiando engullirle de nuevo. Y el corazón se le paró por un instante cuando sintió el gélido picaporte plateado. Lo agarró sin fuerzas y abrió la puerta.

La habitación le esperaba disfrazada de biblioteca.

Su mirada se movió involuntariamente hacia la enorme butaca que le daba la espalda. Caminó lentamente hasta colocarse junto a ella. Sus sentidos se posaron en la vieja manta y lo que ésta cubría. Aquel cuerpo frágil, esos brazos raquíticos. Aquellos ojos cerrados que descansaban sobre un rostro decrépito y usado. Cualquiera habría dicho que bajo aquella manta descansaban los restos de un cadáver. Pero su débil respiración dejaba ver que estaba vivo.

Las manos le temblaban bajo la bandeja de plata. Mientras sus ojos luchaban por contener las lágrimas, su mano rozó la manta y el hombro consumido del hombre que yacía en la butaca. Apenas tocarle ya había despertado. Aunque tal vez ni estuviera dormido.

Intentó sujetar con fuerza la bandeja, contener los escalofríos, los temblores, mientras miraba como aquel individuo giraba despacio la cabeza, apenas sin hacer ruido.

Ahogó un lamento cuando esos ojos se clavaron en su alma y le miraron de nuevo, al recordarlos como de verdad fueron; brillantes, repletos de vida, francos, eternos.

Cómplices.

Ahora sólo le miraban sin ver, tras una fina y blanca capa que los cubría por completo.

El hombre de la butaca respiró sonoramente, alzó unas débiles manos en el aire, tanteándolo. Hasta que sus dedos toparon con la bandeja, y recorrieron brazo, hombro y cuello hasta un rostro que hacía treinta años no veía. Le acarició suavemente con una mano asustada. Y una sonrisa moribunda y torpe se dibujó en sus labios.

Un frío gélido recorrió la habitación, inundando dos almas corrompidas cuando el ciego pronunció estas palabras:

–Gracias, hermano.

Cogió tembloroso la bandeja y comenzó a mordisquear la media manzana, a una luz de luna que era incapaz de ver pero sentía.

El hombre se quedó de pie, observando. Asintió lentamente y se desplazó hasta una estantería, mientras escuchaba a su hermano respirar quedamente entre mordiscos. De entre todos los libros, aquel día escogió Un Mundo Feliz.

Colocó el libro en su bolsillo. Una lágrima le ganó esa noche, resbalaba silenciosa por su mejilla. Al bajar la mirada atisbó a través de la pequeña ventana dos figuras borrosas bajo la luz naranja y pálida de una farola.



Al otro lado de la calle, junto a una farola que apenas alumbraba, un hombre caminaba de la mano de su hija. Volvían a casa como tantas otras noches, aunque tal vez ese día era algo más tarde que de costumbre, pues ya pasaba de la medianoche. La niña, como siempre, miró curiosa hacia aquella enorme mansión que tanto la fascinaba. Levantó la cabeza, mirando a su padre.

–Papá, ¿quién vive ahí?

El hombre dirigió su mirada a la casa. Sabía quién vivía en ella, su historia perturbaba al vecindario desde hacía varios años. Las historias sobre aquella familia, y sobre los dos hermanos que nadie había visto desde hacía más de veinte años, y los rumores sobre los sucesos que allí acontecieron. Una historia demasiado horrible para una niña.

La muchacha le tiró por tercera vez de la manga con impaciencia. Él al fin contestó:

–Nadie, cariño. Es solo una casa llena de juguetes rotos.